Te conozco. A veces no lo sé.
No te reconozco. Y a veces te conozco
demasiado bien.
No lo sé. ¿O sí lo sé?
Estas en mí no sé desde cuándo.
Hace tanto que voy tras tuyo, que sigo tus
ondas, que te voy buscando, que te estoy escribiendo, que a veces pienso que te
conozco, que nací el mismo día que me di cuenta que te llevo dentro. Porque
cuando escribo si sé que te llevo dentro y también es una forma de saber que te
estoy buscando.
Tal vez sea cierto esto que escribo y que
llevo aquí dentro.
Tal vez sea cierto, igual que todo lo que está
ahí fuera.
Tal vez sea tan fuerte como la palabra que
está grabada, la que voy escribiendo, la que tengo dentro o la que está allá
donde habitas, desde donde me cuentas historias, travesuras y lanzas
propuestas.
Desde
donde nos miramos con ojos de admiración.
Te conozco. No te conozco. Te reconozco. No lo
sé.
En todos los planos, todas las realidades, todos
los instantes de cada día, vamos mutando la piel, los gestos, las emociones,
los silencios. Pero no cambian las palabras y su significado, salvo mentira,
insidia o despreocupación.
En cada momento puede haber una pequeña
revolución. En cada espera hay una esperanza de revolución. En cada segundo hay
una expectativa.
En todo momento somos distintos.
Nos reconocemos, nos perdemos, nos caemos, nos
levantamos, nos amamos, nos odiamos, nos negamos, nos alabamos, nos juntamos,
nos separamos, nos echamos y volvemos.
Cada día es un punto. Quizá no valga nada.
Pero quizá sea el agujero por donde podamos espiar el infinito, el hueco por
donde todo se ve. Cada día es el lugar donde todo se puede ver. Es una abertura
por donde nos espiamos el alma, nos llamamos, nos reclamamos y a veces nos
encontramos. Cada día es una rendija que nos deja ver el alma desnuda. El día
es un invento para verse a los ojos, besarse las emociones, apretar las ideas
entre las manos, abrazarlas y cargarlas. Decididos. Cada día es un contrapunto.
Hay tantas versiones de un mismo día, tanta
ceguera como lucidez, tanta ausencia
como plenitud, tanto trasiego ignorado como instante fundacional. Ese es el
punto en donde nos cruzamos. Esa es la intersección del impacto. Ese es el
lugar, el comienzo. Es ahí donde siempre quiero estar. Esos son los momentos en
que escribo. Porque hay una fuerza interior que me dice: “¡déjalo grabado!”. Cumplo la orden. Porque siempre tengo la
sospecha que es el único camino que me llevará hasta donde estás, donde quiero
estar, donde siempre quise estar y a veces sospecho que es donde nací. Mientras
tanto, en el camino, escribo. Cada palabra es un signo más que me deja conocer,
me permite reconocer.
Te conozco. No te conozco. Te reconozco. No lo
sé.
El día que deje de dudar, tal vez ya no
escriba más. Quizá sea porque no me reconozca, porque no quiera conocerme. Ese
día quizá, ya no sepa para qué sirven las preguntas ni me importen las
respuestas. Sin duda, eso será porque te he dejado de querer o tal vez no sepa
cómo hacerlo o me haya perdido para siempre.
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Imagen tomada de la Red de autor desconocido.