jueves, 18 de julio de 2019

ATRAVESADOS POR LA SENTENCIA


¿Cuándo empieza la vejez? ¿En qué momento una persona decide que es viejo? O mejor preguntemos así: ¿En qué momento una persona se descubre viejo y adopta para siempre el personaje de la vejez?
Tal vez no sea la persona misma quien decide esas cosas. Tal vez su entorno decide ponerle la etiqueta de “viejo”. No digo “la sociedad”. Porque es una categoría analítica que se usa para no descubrir al verdadero autor de las sanciones. “¡Es la sociedad!”, dice quien no tiene el valor de hacerse cargo de su propia sentencia, de sus propias definiciones.
Digo “entorno” y digo “etiqueta”, porque en el interior de esa biblioteca que tenemos dentro de nosotros, también usamos categoría. No son como las de Linneo, pero se le parecen. Las manías clasificatorias siempre tienen parentescos. Dicen que contribuyen al equilibrio emocional, nos ayudan a reconocer nuestro lugar en el mundo y no sé cuántas cosas más. Pero creo que se usan para mitigar  la falta de valor para moverse en escenarios mutantes, crecientes y transformadores. Pero al final todos, de una forma u otra, siempre echamos mano de alguna clasificación. Nuestra vanidad, por ejemplo, es adicta a las categorías. Y a nosotros nunca nos pone en el final.
Tengo la sospecha que a una persona  se le coloca el uniforme de viejo, cuando se pretende ocupar su lugar. Es un momento sin ceremonia, boatos ni abalorios. Pero hay complicidad entre las partes, para que la operación se lleve a cabo en silencio, sin alteraciones ni sospechas. En algún momento, no sé cuál, una persona admite sin resistencia el cartel de viejo. Y los repartidores de carteles que andan a su alrededor, inmediatamente lo apartan, lo colocan en esa nueva categoría y lo relevan al instante de cualquier rol o función que pueda tener.
El aislamiento forzado y la reclusión parcial a la que se somete a una persona, solo por llevar la etiqueta de viejo, se compensa con su inclusión en las categorías de bondad, generosidad, experiencia, entrega, desinterés y otras  cosas. El asunto, es mitigar el relevo en asuntos de autoridad intelectual y material, el paso al costado en las cuestiones personales y colectivas.
Ser viejo no convierte en buena a la persona ni la bondad es necesariamente complementaria de la vejez. Se puede ser lo opuesto también. Ninguna de estas afirmaciones es sustancial. Forman parte del  coloquio cotidiano de circunstancia, en el más inocente de los usos sociales.
Un viejo con autoridad, es siempre un viejo jodido. No es merecedor de esos galardones. En ese escenario, ser viejo no es un ascenso en la vida. El entorno les cuelga rápidamente la categoría de maldito. No hay piedad hasta que no abandone sus roles.
Ser viejo no es una edad. Es un estado de las cosas, en la lucha que tienen los humanos entre sí, para satisfacer su vanidad. Esa vanidad se traduce como satisfacción plena por el ejercicio del poder. El poder sobre los otros, sobre el entorno próximo y natural, compensa las  intrigas personales, las dudas  y la falta de definiciones. Alguna gente corriente  necesita viejos a su alrededor, porque es la única manera que tiene de saberse joven. Como si ambas cosas fueran consustanciales solo al tiempo biológico.
En el juego entre el que excluye y el que acepta ser excluido hay un vacío profundo sobre el sentido de la vida.
En los diccionarios, sobre todo en aquellos que remiten a las ideas afines a una  expresión, hay más de cien términos que remiten a “anciano” o “ancianidad”.  Cuando hay tantas formas tan diversas para nombrar algo o alguien, entonces es que no hay ni hubo consenso alguno, sobre cómo definir lo que se quiere definir. La lista de palabras indica que la vejez, se define según el punto de mira del que observa o tiene algún interés especial en la definición.
Porque a todo esto qué es la Vejez. ¿Es una edad  o un estado de ánimo? ¿Una región del tiempo humano o un espacio del pensamiento? ¿Un hábito social o un comportamiento personal ante los otros y consigo mismo? ¿Es  un abandono, una renuncia o una exclusión, una discriminación? ¿Es una decisión personal o un acuerdo colectivo de los que te quieren, pero que en realidad dicen que te quieren, porque en verdad no te quieren? ¿Es un nivel de las ideas o una decadencia del pensamiento?
Hay casos en los que a nadie se le ocurre anteponer la categoría social etaria antes de nombrarlo. Hay casos en los que la persona es por lo que hace, por lo que piensa, por lo que aporta. Las categorías de viejo, adulto mayor,  joven, adolescente, adulto, maduro y no sé cuántas más no son tenidas en cuenta. ¿Qué era el astrofísico y  cosmólogo Stephen William Hawking? Nunca nadie se preguntó si era joven o viejo. Murió con 76 años, pero para las sucesivas generaciones siempre tuvo la misma edad: la del pensamiento brillante. A Hawking nunca le pudieron colgar el cartel de viejo y apartarlo.
Para establecer la edad de una persona se usa el tiempo cronológico. Así es en el uso cotidiano moderno y urbano. Pero no todo el universo humano es urbano y bastantes menos son los considerados “modernos”,  según la definición de la sociedad de consumo.  Otra cosa es la edad administrativa a la que todo humano está condenado y que deciden los registros del Estado.
Hace algún tiempo (creo que en agosto de 1985) conocí una pareja de campesinos cerca de La Iruela, en la Sierra de Cazorla (Jaén, Andalucía).  Al momento del encuentro ambos estaban atareados en la trilla con una yunta de mulas, en un rellano del camino, justo en una pendiente que termina en el fondo del valle anterior al pueblo. La escena contrastaba con la modernidad de los autos que circulaban por el camino, cargado de turistas por esa época del año.
 Ambos conocían perfectamente los años que tenían los animales desde el momento en que los compraron. Eran relativamente pocos, comparados con su edad. La cronología la marcaba cada cosecha. ¿Pero cuál era la edad de ellos? No me pudieron responder con precisión. No se pusieron de acuerdo sobre la edad de ella. Él decía que tenía 52 y ella decía que eran 56. La respuesta estuvo acompañada por una sonrisa, como pidiendo perdón y complicidad. Sus festejos era la celebración del día en que decidieron vivir juntos. La edad era algo indefinida. No era su preocupación. El interés de ambos estaba centrado en su capacidad para la vida diaria. No eran ni viejos ni jóvenes. Ellos eran su día, su trabajo y su proyección. Todo lo demás era una cuestión de “papeleos” que “les metían”, cada vez que iban al Ayuntamiento o vendían sus productos agrícolas.                                                                                                                                                             
Es posible que la edad no deba definirse por la sucesión cronológica o por los adjetivos de joven, adulto y viejo. Al fin y al cabo, ninguna de esas definiciones tiene  un peso sustantivo. Son arbitrarias y se aplican según el sentido que le quiera dar a la palabra el que las usa. Pero en  estos tiempos, en ese caldo de opiniones y decires  donde se cuecen a fuego lento las ideas, pensamientos,  premios y castigos de la sociedad, el calificativo de viejo, como  el de joven, tiene un sentido claro que nadie quiere confesar.
Viejo es aquel que es necesario reemplazar, desplazar o apartar de las decisiones centrales del grupo humano de referencia.  Si acuerda ser desplazado, entonces recibirá los mejores calificativos que – en este caso – serán usados como galardones. Si no hay acuerdo, entonces debe saber el sancionado que será calificado de la peor forma.
Del mismo modo, ser joven no es una edad real. Es solo una forma de mencionar a todos aquellos que no están en condiciones de asumir roles de poder, mando y control sobre los demás. Si el juzgado lo admite, entonces será premiado con toda una serie de gratificaciones y enseñanzas pertinentes para ejercer el poder algún día. Si no admite el rol, entonces el calificativo será despectivo y solo servirá para remarcar sus incapacidades bajo el rótulo de “falta de experiencia”, en una clara  intención descalificadora.
Ninguna de estas categorías tiene que ver con la vida. Solo se refieren a los roles personales que cada uno pretende ejercer. El que manda y ordena es el adulto. El que obedece es el joven y al que se aparta y ocasionalmente se cuida, es el viejo.
Pero la vida es otra cosa. Para las ideas no hay edad, para el pensamiento no hay etapa. En ambos casos,  el equipaje esencial es la convicción y la decisión de enfrentar el universo  complejo de la vida humana, con sus certezas y contradicciones. Todo lo que suceda en el camino de ese individuo, será una consecuencia de sus fortalezas y una contingencia de su entorno. En esos embates, el tiempo no se traduce en una  sucesión numérica. La edad, como en los campesinos de La Iruela, solo se mide por el interés y capacidad de nuevos desafíos cada día. Hacerlo no convierte en joven a nadie y no hacerlo tampoco lo convierte en viejo.
La renuncia absoluta a todo no convierte en viejo a nadie. Simplemente es un ser humano que ha claudicado, alguien que decidió renunciar a los desafíos, quedó huérfano de futuro. Y para esas pérdidas o renuncias o claudicaciones, no hay edad cronológica ni administrativa ni calificativos sociales. Solo que a unos se les nota más que a otros.
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 Fotografía de Max Jack  (IG @mx.jack - fotógrafo y cineaste con base en Berlín)


martes, 16 de julio de 2019

NO QUIERO QUE ME DEN LA RAZÓN PORQUE NO PRETENDO DECIR VERDADES


No escribo para que estén de acuerdo conmigo ni me den la razón. Escribo para incitarlos a que me respondan, que registren la idea que tiro al aire o pongo sobre la mesa. Escribo para que haya al menos una pequeña reacción de vida, de pensamiento.  No se rebele si no es necesario. Tal vez no lo necesite. No hace falta que “trabaje” de revolucionario. El mundo está lleno de profesionales de la “Revolución”. Todos los días hay miles de personas que se ponen el uniforme de “Contestatario” y salen a hacer algún negocio,  que les permite  sostener una vida resuelta y con holguras.
Lo único que pido, es que alguna de las cosas que escribo (una frase, un grupo de palabras, alguna de las ideas  o asociación de ideas) le provoque algún pensamiento. Al menos alguna reacción que lo saque de la “dormidera”,  a la que estamos sometidos cotidianamente por el sistema. Un mecanismo al que debemos acudir obligatoriamente,  para solucionar nuestras cuestiones más elementales de sobrevivencia. La respuesta o reacción sería saludable y necesaria para usted y para mí.
Escribo porque cada día veo que padecemos una ausencia absoluta de propuestas,  que digan cómo hacer para no convertirnos en “muertos vivos”,  cómo no morirnos poco a poco cada día. Porque se ha impuesto definitivamente la idea de que “Pensar no da dinero… Y sin dinero no se puede respirar”. En estos casos, la palabra “respirar” se define como igual a consumir. Y consumir es igual a vivir. Aclaraciones pertinentes porque “nuestro sistema” es tan “generoso” que le da nuevo sentido a las palabras de toda la vida.
Escribo porque las palabras son como las gotas ozono que flotan en el aire, en los momentos previos a un gran aguacero. Esas lluvias que lavan, limpian, ponen en orden y despejan el aire que se respira. Porque la naturaleza tiene sus métodos y sistemas para protegerse de la escoria que produce la vanidad y la avaricia, esa cosa que se parece al sarro alcalino blancuzco y grisáceo que va obturando las cañerías de la vida. Pero nosotros no tenemos nada. Nada que conozcamos con eficacia probada.
Escribo porque pienso que las palabras son pensamientos. Y tal vez los pensamientos sean lo único que nos salven de la falta de aire. Una ausencia que si no la resolvemos a tiempo, entonces nos vamos poniendo cianóticos como muchos otros  con los que nos cruzamos a diarios. 
Escribo para abrir puertas y ventanas de esta casa nuestra, en la que convivimos a diario sin ser parientes ni amigos, pero estamos obligados a compartir. Escribo para que usted también abra las puertas y ventanas de esta casa nuestra. Tal vez consigamos que se instale un aire nuevo, que no sabemos cómo es, pero que sin duda será mucho mejor del que respiramos hoy.
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Foto y Edición de sarmiento-cms

jueves, 4 de julio de 2019

CRISIS


No es el país. Es el marco social, los grupos humanos, los intereses propios y ajenos.
¿Porque qué es el “País”?
Las decisiones.

No es la gente. Es la forma particular y  personal de relacionarse.
¿Porque qué es la “Gente”?
Es el anónimo reconocido y renombrado en su anonimato.

No son ellos. Es el nosotros con sus cargas afectivas y de pensamiento.
¿Porque quiénes son “Ellos”?
El pensamiento ajeno y colectivo, que se pega en las paredes de nuestra frágil arquitectura emocional. El pensamiento omnipresente que se nos impone como propio.

No es el presente. Es desconocer el futuro o saber que no hay futuro.
¿Porque qué  es el “Presente”?
Algo que no sabemos. Reconocemos el presente cuando pensamos o creemos en un futuro. Sin futuro, no hay presente. Hoy es pensar en mañana.

No es el hoy ni el ahora. Es no reconocer el pasado.
Tampoco es el ayer inmediato. Sino el tiempo profundo.
Porque el pasado es nuestro tiempo profundo.
Solo es pasado lo que guardamos en la memoria.
Todo lo demás es ausencia, anonimato, ignorancia, desprecio y negación.

No es el futuro. Es la falta de utopías. Es la falta de valor para pensar la utopía.
No es lo cotidiano. La crisis está en las quimeras.
No es la falta de empuje. Es la ilusión.
¿Porque qué es el “empuje” o la decisión o la convicción?
La ilusión no es un estado gaseoso, es el resultado sólido y concreto de creer.

Cuando se viaja con el equipaje equivocado, todos los caminos parecen extraños, todos los acompañantes son anónimos, todos los diálogos son ardores, todas las palabras son cinceles arrojados a una fragua que no descansa. Una fragua que devora esfuerzos, entusiasmos y todo lo que el pensamiento pueda proponer.

Las causas banales, angustias, contratiempos, esfuerzos vacíos, sobrevivencia y circunloquios en los que transcurre el diario trajín, donde se deterioran los días, los meses y los años, son los ambientes donde anidan y crecen los engaños. Es donde se compra Felicidad y Paraíso. Al peso, por metro, por litro, para un instante o para toda la vida.

Pero no hay ningún paraíso, aunque siempre estemos dispuestos a creer en alguno o inventarnos otro. Nuestra azarosa disposición a buscar la felicidad eterna, nos induce a creer que siempre estamos a punto de conseguir un paraíso que no sabemos cómo es. Tampoco hay acuerdo entre nosotros sobre cómo quisiéramos que fuera.

El paraíso es solo un árbol con ramilletes de pequeñas flores blancas, violáceas y azulinas, que brillan con fuerza a media mañana, en los días despejados de primavera.
Los otros paraísos son falsos espejos de uno mismo.
El paraíso del relato es  una falacia que se viste de utopía.
Una utopía que no cotiza en las apuestas urbanas,
Esa utopía es solo una idea crítica apagada antes de encender.
Esa es la crisis.

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Imagen: sarmiento-cms