viernes, 20 de marzo de 2020

EL COLAPSO DEL HOMBRE SOLO QUE TRIUNFA


El hombre de las cavernas sobrevivió, creció y se multiplicó en medio de tragedias mayores que el Coronavirus. ¿Cómo pudo hacerlo con tan precarios conocimientos científicos y una tecnología tan rudimentaria?
Conocía, utilizaba y manejaba con solvencia un elemento clave de la cultura universal de la humanidad: el Sentido Social de la Solidaridad en Comunidad.
Sin escritura ni grandes explicaciones, el hombre de las cavernas sabía con claridad, que en las grandes emergencias, su propio y único accionar no tenía valor. Solo aportando al esfuerzo conjunto de la comunidad, era  donde su acción individual se multiplicaba y era eficaz. Ese es el principio que la sociedad contemporánea no tiene.
La sociedad moderna cree en el individuo como fuente universal de suficiencia y poder. Rinde culto al esfuerzo personal como única forma de alcanzar niveles de bienestar. Un “bienestar” que tiene nuevo significado en el marco de la sociedad de consumo.
Es el paradigma del “Hombre solo que triunfa” ante los peligros, que se sobrepone y los domina o elimina. El hombre o la mujer sola que moldea su propio futuro resistiendo la adversidad. Y aunque en la definición del paradigma no esté escrito, es natural pensar que se llama “peligros” y  “adversidad” a la misma sociedad. Es decir, es la cultura del “yo soy bueno, luchador y perseverante”, todos los demás “se merecen lo que tienen por vagos, irresponsables e inconstantes”.
El viejo relato de las “influencias perniciosas” que en este caso no es otra que la misma sociedad. El “Hombre solo que triunfa” debe luchar dentro y contra la sociedad. Solo así alcanzará su meta, será alguien renovador y de progreso. Será menos natural y más civilizado. Pero no hay registro sobre si es mejor humano.  
Pero resulta que ante la primera emergencia, se advierte que la  acumulación de bienes y los éxitos profesionales no le han dado muchas herramientas para conducirse en tiempos de crisis. En la emergencia quedan expuestas de forma evidente muchas carencias. De pronto se descubre que los avances científicos y tecnológicos no los han hecho más hábiles, imaginativos y creativos en la supervivencia. Todo lo contrario, los expone, los muestra como seres profundamente dependientes, incapaces de ver más allá de su inmediata necesidad.
El “Hombre solo que triunfa” del paradigma, de pronto descubre en medio de una crisis, que su capacidad de comprar y su lugar en el escalafón profesionales y el espacio ascendente que ocupa en la comunidad no les sirven para nada. Ha podido fabricar y hasta moldear su futuro – al menos eso cree – pero no puede comprar la vida que necesita para llegar a ese futuro.
La causa es simple: no todo se puede comprar. Una frase desgastada por el uso, abuso y mal uso, pero que forma parte del catálogo general llamado “Sentido Común”. Algo así como una enciclopedia no escrita que tienen las sociedades para advertir a las próximas generaciones. 
La sociedad contemporánea como tal – en comparación a la que construyó el hombre de las cavernas – es una sociedad desestructurada que en situaciones críticas de emergencia social, muestra una absoluta incapacidad para actuar como sociedad, en bloque, solidariamente y con un mismo plan de acción. Mientras mayor sea el crecimiento económico, financiero y comercial de esa sociedad, más patética se presenta esa fragmentación. Porque el nexo primordial que la une, es el dinero y la capacidad de compra.
Es una sociedad sin empatía, con un solo ritmo de pensamiento técnico y automático. Para cada desafío, existe una fórmula para intervenir. Ante cada peligro hay artefactos, medios técnicos y protocolos de relaciones personales que permitirán mitigar los efectos. En esta sociedad todo tiene su correlato, vivir es una secuencia programada que encadena sucesos en la vida de las personas, que han sido marcadas de antemano. Y como si fueran postas o vallas a saltar, cada individuo debe llevar ese rumbo si no quiere quedar fuera del camino del éxito. Hasta que llega  una pandemia que no estaba en el programa.
El paradigma del “Hombre solo que triunfa”, el individualismo extremo, la exaltación del ego, la idea del éxito y las relaciones personales mediadas por el dinero, han moldeado una élite dentro de la comunidad o sociedad. Es la élite a la que nada le toca, nadie le puede hacer daño y el que lo intente recibirá el peso y la condena del poder. 
Las sociedades occidentales han ido desarrollando un sistema de castas, complementario a la división en clases. Usando el dinero, la capacidad de comprar, consumir, acumular y acaparar, han establecido categorías sociales que no están prescriptas o definidas en ningún lado, pero que están. Se ha construido una sociedad profundamente desigual, de grupos inconexos, que se conducen como comunidades absolutamente diferentes con intereses contrapuestos.
El ideal de sociedad democrática, participativa, igualitaria y unida por el supremo interés común, es solo un eufemismo en los preámbulos de las constituciones que dan forma a los Estados. El paradigma triunfante solo deja una sociedad profundamente desigual, a la que cínicamente se la caracteriza como “diversa”. Pero no es diversa, es desigual. Suena parecido pero no es igual.
Paradójicamente la élite y sus formas, convierten a las personas que la integran en marginales. Están en un estrato tan superior al resto, que en realidad están fuera de la sociedad. La pueden controlar y dominar, pero están fuera. El dinero ha generado una sociedad grupalmente desigual y el paradigma del “Hombre solo que triunfa”, ha fabricado una particular especie de marginales. Son los que nada saben hacer sin dinero, sin influencia, sin contactos, sin tarjetas ni presentaciones. El paradigma del “Hombre solo que triunfa” es el paradigma del “Hombre amputado” en su condición humana. Es un hombre inútil en naturaleza porque ha perdido los elementos básicos de la condición humana en el camino al éxito, el triunfo y el prestigio. En ese parnaso del sistema, la élite sofisticada resulta ser un conjunto de marginales, que se hacen compañía pero que no se pueden ayudar en situaciones extremas, porque no saben que es el sentido social, el concepto de solidaridad y el rol de empatía.
Las crisis epidémicas a lo largo de la historia, siempre han puesto a prueba el temple de los pueblos que las padecen. Han dejado conclusiones y prioridades a resolver. Pero en todos los casos, se ha partido de un sentido comunitario que esta sociedad moderna no tiene. El “Coronavirus” no solo es una pandemia sanitaria mundial, también es un colapso moral y la evidencia empírica del cinismo económico y la oscuridad política de la sociedad occidental de hoy.  
Como ha ocurrido otras veces también a lo lago de la historia, siempre hay pequeños grupos que han tenido en resguardo valores y herramientas morales y emocionales, que siempre son necesarias para cualquier reconstrucción. Porque además de la técnica y la ciencia, también son fundamentales otros elementos humanos.
Esos personajes considerados nocivos y peligrosos en tiempos de normalidad, son los que poco a poco van quedando en la primera línea de combate en las emergencias. Son los que nunca renunciaron a su condición humana, su inserción e interacción con el mundo natural en que crecieron y que siempre están dispuestos a reconstruir lo que la avaricia va destruyendo a cada paso.
Un pequeño grupo humano que ha mantenido empatía social, reconocimiento del otro y sus semejanzas, solidaridad comunitaria, interacción natural con su entorno y un espacio vital generoso, son los encargados de recomponer esa sociedad de “Hombres amputados” que lentamente fue fabricando el paradigma del “Hombre solo que triunfa” y que una imprevista pandemia ha dejado en evidencia.
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Imagen de autor desconocido tomada de la Red. Se agradece información para consignarla. 

jueves, 5 de marzo de 2020

SOLO SE TRATA DE COINCIDIR


No sólo hay que saber decir sino mejor en qué momento decir. De nada sirve un pensamiento brillante en el centro del sol ardiendo, cuando una simple chispa en la oscuridad, indicará el rumbo posible para encontrar lo que se busca, que tal vez sea el mismo sol, que ha calcinado la idea brillante.
La quimera de todo escritor, es encontrar el momento justo en que su escritura tenga el impacto con la que fue pensada. Ningún escritor en serio, escribe para adormecer el pensamiento y la sensibilidad de sus congéneres. Tampoco busca empatía, su ego no se lo permite. Lo que persigue es el impacto en el otro. Y que ese impacto sea visible, que él mismo lo pueda comprobar. Solo así disfrutará de la segunda parte de esa satisfacción general que es la escritura. Escribir y el posterior impacto son clave, para todo el que se dedique a escribir en serio.
Pero las cosas no siempre coinciden. A veces el impacto se produce un siglo después de la existencia del escritor. A veces el azar es generoso con la banalidad y le otorga al escritor el beneficio del impacto, aunque sea momentáneo o que dure un poco más. Tal vez el mismo espacio de tiempo mientras vive. Y luego todo se disipe y se diluya sin resistencia en la niebla de los pensamientos confusos o en las ideas injustamente condenadas al olvido.
Esto de escribir no siempre se da al gusto de todos. Ni de los que leen o esperan leer lo que quisieran escribir, ni de los que escriben y esperan encontrar a los lectores que a ellos mismos les gustaría ser.
Por eso a veces hay sorpresa en las reacciones de los otros. Tanto si hay apatía como si hay complicidad. Y no digo lo que sucede si hay coincidencia emocional, porque eso ya es el paraíso para quien ha  escrito lo que haya escrito.
No siempre hay coincidencias… Pero lo que se busca afanosamente es alguna  coincidencia,  complicidad o simbiosis total entre el que escribe y el que lee. Porque en ambos ejercicios siempre hay algún tipo de complicidad.
Los que escribimos, en realidad nos estamos leyendo, estamos poniendo en grafía lo que estamos leyendo de nuestro pensamiento, que siempre es mucho más amplio y profundo de lo que atinamos a leer imaginariamente en nuestra mente, en esas fracciones de segundos a veces discontinuas, a veces seguidas y alteradas por la urgencia de querer recordar lo que estamos leyendo de nosotros mismos.
Los que leemos, en realidad nos estamos mimetizando con lo narrado y hasta asumimos el rol de los personajes que protagonizan el relato. Leemos hablando internamente, le asignamos tonalidad, colorido y hasta le damos coloratura a las voces de los personajes, los  intuimos, completamos la apariencia del personaje, más allá de la descripción que haya puesto el escritor.  Y  cuando no  hay personajes y el texto discurre en clave  poética, sin definir al personaje, es muy probable que  nos sumemos a la aventura de ser nosotros mismos los que vivimos eso que se cuenta. Cuántas veces al finalizar un poema pensamos que algo de eso nos pasó a nosotros o nos gustaría que nos pase o encontramos la clave de lo que nos está sucediendo.
Al final, en esto de escribir y de leer, se trata de coincidir. Toda la teoría termina resumiéndose en ese verbo proveniente del latín formado por el verbo “incidiré”  - que significa “ocurrir”, “caer en”  - y el prefijo “co”.  Algo así como que nos ocurren las mismas cosas o caemos o estamos en el mismo estado y lugar.
Pero que en nuestro idioma, la palabra da lugar para referirnos a varias ideas afines. Porque coincidir  también es “concordar” o “estar en conformidad”.  Pero en literatura creo que las acepciones que mejor se prestan son las de “acoplarse o encajar con el otro”. Porque como digo, en esto de escribir y leer tiene que haber siempre una complicidad entre las partes.  Pero coincidir también puede ser usado como “Convenir o estar de acuerdo”. 
Por lo tanto creo que en este proceso de escribir y leer un mismo texto, hay siempre una decisión de Convenir y Acoplarse uno con otro, para que el tiempo, el momento, la circunstancia y la impronta de las ideas y sus personajes, se den en diferentes tiempos pero con igual sentido e intensidad como fueron escritas y necesitan ser leídas.
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