No es la distancia
lo que separa. Es el anonimato. Negar la existencia del otro. Esa es la
distancia que separa. Eso no tiene medida universal. El reconocimiento, la
memoria afectiva sobre el otro, no se mide. Condenar al otro al anonimato es la
auténtica distancia. Así lo tengas al lado.
La distancia no es
un sustantivo femenino. Es una palabra disfrazada de verbo, cargada de tiempos.
La distancia es un tiempo, un espacio que no pertenece a nadie. Pertenece a la
memoria de lo vivido. Es un caldo donde se cuecen las palabras, las ideas, los
deseos de ayer, mañana, de pasado mañana, de un momento o el infinito. La
distancia es el lugar donde se funden, a fragua suave y sostenida, lo
imaginario y lo real. La distancia es una energía previa del encuentro. Es casi
una condición del encuentro, del reencuentro, del descubrimiento y hasta del
asombro. Así, la distancia es el lugar
perfecto del impulso.
No es la distancia
lo que separa. Es el anonimato. Borrar de un golpe corto, preciso, certero,
toda la historia. Eso es lo que separa. Dejar vacíos los espacios vividos.
Negarlos. No verlos. No reconocerlos. Dejar el tiempo en un limbo, ausente, sin
registro. Eso es lo que separa. Así se cortan de cuajo las emociones, el mundo
sensible, los afectos, la memoria emotiva. Es el anonimato lo que separa. No
tener registro del otro, desfigurarlo, disolverlo en el espacio, es la
auténtica distancia. Así lo tengas al lado.
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© César Manuel
Sarmiento
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San Telmo, 23 de
septiembre de 2017
Imagen de Wolfgang Suschitzky
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