La cultura de los
pueblos, de cualquier sociedad, es como la naturaleza. Todo el tiempo se está
revelando, sublevando, contestando al esfuerzo de las instituciones por
sistematizarla, ordenarla, organizarla.
Igual que la
naturaleza, que cada tanto hace sentir su furia y destruye lo que los hombres
entienden como progreso inexorable; en el mismo sentido, la cultura se
reproduce en los bordes de esos límites impuestos por el afán de
institucionalizar en nombre de algo o alguien.
Me refiero por
cultura a esas creaciones anónimas, colectivas, fundidas en la fragua de la
complementación y solidaridad creativa, sin ánimo de autorías y con la sola
idea de comunicar cambios, crecimientos y preguntas. Eso extraño, analizable y
casi indefinible que llamamos Cultura,
es la única forma que los humanos tienen para sobrevivir, garantizar su
existencia como especie y reproducirse más allá de los límites biológicos.
La cultura, como
la naturaleza, es inasequible, imposible de dirigir aunque se la intoxique cada
tanto y se confunda a los pueblos y sociedades sobre sus verdaderos valores culturales.
La cultura y la
naturaleza son entidades vivas en constante transformación. Gracias a ello la
especie humana todavía existe en este planeta. No es el sistema el que nos ha
garantizado la existencia. Es la cultura en constante evolución y la naturaleza
que nunca se deja dominar.
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