Hay mañanas, que
al despertar, miras el techo y no sabes quién eres ni qué vas a hacer. El día
es esa cosa extraña que no puedes traducir. Es un instante que parece una
eternidad.
No me esfuerzo
por responder. Tengo el pensamiento vacío. Las ideas distantes. Solo sé que en
cuanto me incorpore, tendré que esquivar la mole de normalidad con sus rutinas,
vacíos y ausencias.
En algún momento
de ese instante, debo pensar que tengo la posibilidad de hacer algo nuevo que
jamás se me ocurrió. Pero eso no lo sé. Es lo que ahora supongo que sucede.
Porque en ese instante, estoy perdido hasta de mí mismo.
Luego, sentado en
el borde de la cama, a medio vestir, sé que la rutina me espera. A pesar de
tenerla desdibujada, su presencia es
inexorable. Pero algo extraño debe suceder en alguna parte de mí. Porque
también siento un impulso natural, casi biológico, de contradecir las leyes de
lo cotidiano.
Mientras me
incorporo, siento que estoy dispuesto a
pulverizar la monotonía a base de imaginación. No sé por qué ni de dónde llega
esa idea. Tal vez sea una cuestión de fe. Como la que tienen los seguidores de
un Dios o en algo que los trascienda. Quizá sea esto último. Entonces, igual
que ellos, traigo la palabra hacia mí. La convoco en mis primeras horas, como
quien se encomienda a un hecho superior
que lo proteja. Al fin y al cabo, la imaginación y su capacidad creadora,
debería ser considerada la religión natural de los humanos. Si es que se le
puede llamar religión.
Sobre la mesa
tengo dispuesto un desayuno frugal. Y la
mirada fija en la cuchara mientras revuelvo en la taza la leche y el café.
Luego miro alrededor. Recorro la habitación en su totalidad. Levanto la mirada.
Vuelvo a mi acto de fe y reflexiono: “Porque
una cosa es la cadencia banal de las tareas cotidianas. Y otra muy distinta el
pensamiento amplio, generoso, extenso, sutil, perspicaz y explorador que crece
con las horas”. Lo repite como oración
Después de
vestirme, de elegir la ropa que me identificará
ese día, que dirá qué persona soy o quiero ser, en mi tertulia interior ya hay
algunas conclusiones y acuerdos. Antes de salir, ya tengo claro que todo lo que
cuenta es no dejarse aplastar. La única
realidad no es la que se te propone. La verdadera realidad es el resultado de calzarse
la vida y salir con ella por la calle. Todo lo demás será consecuencia de la
audacia que esté dispuesto a exponer en esas horas.
En el primer
recorrido por la calle, ya sé que todo lo demás que ocurra en el día, será imaginación. Debería
ser así, sino quiero morir de anonimato.
Mientras camino, invoco esa religión natural a la que llamo “imaginación”. Palabra que no es una
palabra de una sola denominación. Es un universo. La palabra designa un mundo
sutil, diverso, efervescente y creador que se llama “condición humana”. Esa no es una religión, pero bien podría serlo. Y
a ella me entrego a diario. Sin resistir.
***
Imagen de autor desconocido. Se agradece información.
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