En
la soledad del otro se reconoció la propia. Se cruzaron en un momento extremo.
No sabían que estaban tan solos ni que la soledad del otro era el reflejo de la
propia. En esa ignorancia se conocieron.
Fabricaron una relación desmesurada, de intercambios profundos, de
solidaridades compartidas…
Cada
uno reconoció y compartió la soledad en
el otro, al mismo tiempo que no podía pensar ni imaginar su propia soledad.
Sus
vidas tuvieron un derrotero sinuoso, con curvas graves, abismales, y rectas
agudas que parecían dirigirse al infinito, hasta que algo quebraba esa
dirección, esa carrera, esa velocidad, para volver otra vez a los meandros.
Cada uno de ellos fue un pequeño espacio de calor inmenso, como una cueva, como
un recodo para recogerse, encontrarse, mirarse frente a frente, de orilla a
orilla, y lanzarse al centro de ese río
caudaloso, que va formando el deseo por no estar solo, por encontrar al otro,
por reencontrarse consigo mismo.
En
cada recodo hubo un nacimiento. Y a cada nacimiento le siguió una partida. Otra
vez la recta infinita, veloz. La audacia esperanzadora hacia adelante, a veces.
El silencio desdichado como letanía, otras.
Cada uno de estos pasos, ejecutados en períodos variables, fue moldeando
el alma de cada uno… Hasta convertirlas en diferentes. Ahora con densidad
extrema y solidez en el camino, Lo cierto es que se convirtieron en diferentes
por distantes, en diferentes por ausencias, en diferentes por diferentes, sin
saber por qué se volvieron distantes.
Lo
cierto es que cada uno reconoció y recorrió la soledad del otro. La abrazó, la
amasó, la acarició, la acunó y la hizo cantar hasta que dejara de ser soledad.
Cada uno llenó su vida y la del otro de un amor profundo, intenso, extenso, inconmensurable,
para recorrer un tiempo de vida que nunca imagino.
Fueron
capaces de crear ese amor. Mucho más y tal vez más.
© César Manuel
Sarmiento
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San Telmo, 29 de
noviembre de 2017.
Imagen: obra de autor desconocido. Se agradece información.
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