A veces la magia
es como una libélula de colores fuertes
que revolotea delante de nosotros. Y aun así no la vemos. Porque la miramos
con ojos de magia.
La magia no está
en los magos ni en las manos de los magos ni en ninguno de esos lugares que
miramos con obsesión. Tampoco es un
relato. No son las palabras las que nos llevan con la magia. Las palabras
pueden ser mágicas, pero la magia no vive dentro de las palabras.
En toda ceremonia el mago siempre es el autor del
prólogo. Pero nada más. El mago se esforzará y dispondrá una escena, donde se
supone que la magia se pasea de un extremo al otro. Nos convocará. Iremos como
valientes a la celebración. Y cuando creemos que la magia hará el
encantamiento, solo tenemos instantes de suspenso. No la vemos a la magia. Pero
sabemos que está ahí.
¿Dónde está la
magia?
En un lugar
próximo sin duda. Porque sentimos latir el corazón, en un acto reflejo y de
advertencia. Porque hay una parte de
nosotros que tiembla pero no podemos identificar. Porque la respiración se
acelera a golpes de suspiros, como si algo inminente – fatídico o festivo –
estuviera por ocurrir. No hay lógica ni razón ni pensamiento. Todo es súbito, sencillo, pertinaz y caprichoso.
El mago nos
convoca. Y en ese llamado, también viene
entreverada nuestra suprema intención
de ser encantados. Nuestra quimera -
aunque no lo digamos ni pensemos – es que la magia se produzca dentro de
nosotros mismos. Y aunque no lo sepamos, la magia está en nosotros y siempre
acude apresurada ante al primer llamado. Solo necesita de un maestro de
ceremonia. Luego avanza el espectáculo hacia dentro de nosotros mismos. Hasta
que la magia se presenta en todo su esplendor cuando le abrimos la puerta al
asombro.
***
Foto Sarmiento-cms
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