Siempre que
escribo, coloco su foto en diagonal a la
mirada que siempre mantengo en línea recta sobre el teclado. Cuando
levanto la vista, tengo que girar apenas para verla. Entonces me quedo un buen
rato mirándola fijamente, como impactado. A veces la coloco al lado de la
libreta en donde hago los apuntes. Cada vez que escribo, necesito verla. Sentir
su presencia.
Cada golpe de
vista que me lleva a su retrato, es una palabra nueva, una frase, un verso
inesperado. Cada vez que escribo la veo, le observo los gestos, la acaricio con
la mirada, la dibujo desde mis pupilas, la escribo desde mis manos.
No escribo sobre
ella. Es ella la que escribe sobre mí. No siempre los textos hacen referencia a
ella. Dicen otras cosas, hablan de otras gentes, discurren en otros ámbitos.
Pero es la mirada desde su imagen lo que va llevando el texto. Es la visión que
tengo desde mi lado, cuando replica en su imagen, como si me incitara a
escribir lo que escribo. Hasta que nuestro intercambio de miradas va perfilando
los finales. Entonces todo concluye en un punto y aparte. Pero solo por ese
día. Porque ese punto y aparte, en verdad es punto y seguido. Porque al otro
día, empieza de nueva la ceremonia que me lleva invariablemente a
escribir. Mientras la miro.
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© César Manuel Sarmiento
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San Telmo, 20 de
noviembre de 2017.
Imagen: obra de Ryan Hewett
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