La
primera vez que un humano se cubrió con un paño de cuero o fibras, no lo
hizo por pudor, sino para provocar la imaginación de quien lo estaba mirando.
Tal vez la manzana de la historia
bíblica, no sea tal manzana y no haya existido nunca. La famosa serpiente, que
tan malos comentarios ha recibido a lo largo de la historia, quizá tampoco sea
verdad. Y todo eso, no sea más que una metáfora o alegoría de los deseos
generados por un simple acto de prohibición. Tan simple, como potente su poder
devastador. Porque abrió la puerta a la sexualidad.
A partir de entonces, el cuerpo no
sería jamás el cuerpo que vieron y palparon por primera vez, sino el objeto
perfecto para la consumación del placer
inducido por la imaginación. Porque en esta actitud, esta decisión de imaginar,
las puertas son tan grandes como el cielo. Todos pueden entrar. Solos o
acompañados, de a uno o todos juntos también y al mismo tiempo.
Quizá el mayor enemigo que tenga el
nudismo contemporáneo, no sea el pensamiento moralista tradicional. Los verbos
“Sugerir”, “Insinuar”, “Incitar” o “Inducir”, como prólogos al relato interno
personal son, sin duda, enemigos mortales de la absoluta desnudez como primer
encuentro, como primera vista, como
primer tacto entre las personas.
El nudismo sin vueltas ni
pretensiones especiales, mata de un solo golpe de realidad, todas esas
intenciones previas que encienden el sexo. Una realidad formada por líneas y
volúmenes concretos, a los que se puede llegar sin preámbulos. Nada sorprende.
El asombro es solo un latigazo de luz que se disipa en el instante. No hay
historia, no hay relato, no hay expectativa, no hay incertidumbre, no hay
miedos.
El desnudo directo, sin estados
intermedios, rompe de cuajo con todo eso. Fulmina el pudor. Lo coloca en máxima
tensión hasta que estalla. El cuerpo sin sexualidad abandona el primer plano y
se naturaliza en el entorno, formando parte de la secuencia de vida diaria,
hasta perderse en la intrascendencia. El cuerpo así, es solo un traje, una
vestimenta, más o menos sincera, que muestra algunas señales de la vida
personal de cada uno. Pero no mucho más. Sin sexualidad no hay ninguna
propuesta, indicio ni posibilidad de lectura interior. El cuerpo es un almacén
de servicios.
Para restablecer la naturaleza
humana, los nudistas ocasionales deberán apelar, entonces, a los sugerentes límites de
las dudas sobre lo que se puede y no se
puede, lo que se quiere y no se sabe si se podrá conseguir y en qué momento. Porque
hay límites que no son necesariamente prohibiciones. Solo son ejercicios de
lectura, elementos de doble filo, obstrucciones que interpelan, desafían,
incitan a transgredir.
Abandonar el hecho fáctico del
cuerpo expuesto sin más, es una condición necesaria de la condición humana. No
hacerlo, es instalarse en el instinto sin pensamiento ni sentimiento. En los
cuerpos desnudos la condición humana solo se revela por su capacidad de
interpelar.
Sugerir las líneas de interpelación
entre los cuerpos, es el primer eslabón de un relato mental de mayor peso que
los propios cuerpos. El cuerpo ya no es, entonces, un objeto utilitario sino un
instrumento cuyas partes son el instinto, el pensamiento, el sentimiento, lo
racional, lo irracional, lo real, lo onírico, lo supuesto y lo concreto.
Ese instrumento llamado cuerpo puede
ejecutar así, una partitura que no está escrita, sino que se va escribiendo en
un pentagrama de gestualidades. Sucesiones
puntuales, anárquicas y encadenadas de momentos clave que se manifiestan en la movilidad
de las manos, el cruce de las piernas, las
diagonales de los brazos sobre el torso, la inclinación de la cara, la movilidad
de los ojos, el ángulo entre el cuello y los hombros o la exposición, en giros
fugaces y audaces, de una parte esencial del torso. En cada movimiento hay un
límite que puede traducirse como prohibición o incitación. Y todo junto produce
necesariamente una excitación.
Pero para eso, previamente, hay que
pactar la complicidad de los cuerpos, para que ambos sean instrumentos en una
misma orquesta. Una orquesta sin dirección, que nunca sabe cuál será la melodía
final. La música y la partitura inexistente, la palabra en un relato sin
comienzo ni final, la escena en escenarios improvisados y circunstanciales y
los actores que no saben si son actores, son apenas las partes visibles de algo
más profundo que no se sabe cómo se llama, pero se sabe que solo es posible por
la capacidad de imaginar. Sin ella, los cuerpos no son nada.
Imagen tomada de la red. Se agradece información para consignar la autoría.